J. M. Coetzee es uno de los escritores más grandes que alguna vez he leído. Sudafricano de nacimiento y Premio Nobel de Literatura en 2003, en su obra retrata con enorme definición los paisajes internos de sus personajes, muchos marcados por el odio, la desesperanza, el racismo, el instinto de supervivencia y la dureza de una Sudáfrica que vivió tantos años de Apartheid.
Sus libros retratan vidas descarnadas y secas como los propios desiertos sudafricanos y, a la vez, tan indiscutiblemente humanas.
Estos días, releyendo una de sus obras, Elizabeth Costello (una serie de pequeños ensayos), descubrí un texto delicioso que anteriormente se había publicado por separado denominado Las vidas de los animales. Un breve segmento de ese ensayo habla de la Casa Amarilla, en el Puerto de la Cruz, en mi querida isla de Tenerife. Ese lugar se considera el primer centro de estudios primatológicos de la Historia, inaugurado a comienzos del siglo XX. Lugar que, tras la publicación de las conclusiones de las investigaciones que se llevaron allí, inspiró la apertura de numerosos centros por todo el mundo.
De la Casa Amarilla poco queda, sólo una estructura arquitectónica tan desgastada como los corazones de alguno de los personajes de Coetzee, ubicada entre fincas de plataneras igualmente agonizantes por la voraz urbanización y la improductividad económica.
Transcribo un hermoso trocito de la peculiar visión, la cual comparto desde el corazón, que Coetzee ofreció en ese ensayo en referencia a la investigación con chimpancés, que conlleva diferentes mensajes implícitos, a diferentes niveles, que no deberíamos de obviar:
“En mil novecientos doce, la Academia Prusiana de las Ciencias estableció en la isla de Tenerife una estación dedicada a la experimentación con las capacidades mentales de los simios, y concretamente de los chimpancés. La estación fue operativa hasta mil novecientos veinte.
Uno de los científicos que trabajaba allí fue el psicólogo Wolfgang Köhler. En mil novecientos diecisiete, Köhler publicó una monografía titulada La mentalidad de los Simios, en la que describía sus experimentos.
(…)
Déjenme que les cuente lo que aprendieron de su amo Wolfgang Köhler algunos de los simios de Tenerife, en concreto Sultán, su mejor alumno (…)
Sultán está solo en su jaula. Tiene hambre. La comida que antes llegaba con regularidad ha dejado de llegar de forma inexplicable.
El hombre que antes me daba de comer y ahora ha dejado de hacerlo tiende un cable por encima de la jaula, a tres metros del suelo, y cuelga un manojo de plátanos del mismo. Luego mete tres cajas de madera en la jaula. Por fin desaparece, cerrando la puerta tras de sí, aunque no ha ido lejos, porque todavía se le puede oler.
Sultán sabe que ahora se espera de él que piense. Por eso están los plátanos ahí arriba. Los plátanos están ahí para hacerlo pensar a uno, para espolearlo a uno hasta los límites de su raciocinio. Pero ¿qué hay que pensar? Uno piensa: ¿Por qué me está matando de hambre? Uno piensa: ¿Qué he hecho? ¿Por qué he dejado de caerle bien? Uno piensa: ¿Por qué ya no quiere estas cajas? Pero ninguno de estos pensamientos es el adecuado. Incluso un pensamiento más complicado –por ejemplo: ¿Qué problema tiene? ¿Qué idea tiene equivocada de mí que le lleva a creer que me resulta más fácil coger un plátano que cuelga de un cable que recoger un plátano del suelo? –resulta erróneo. El pensamiento adecuado es: ¿Cómo se pueden utilizar las cajas para llegar a los plátanos?
Sultán arrastra las cajas hasta que están debajo de los plátanos, las amontona una sobre la otra, sube a la torre que ha construido y descuelga los plátanos. Y piensa: ¿Dejará ahora de castigarme?
La respuesta es: NO. Al día siguiente el hombre cuelga un nuevo manojo de plátanos del cable pero también llena las cajas de piedras de forma que pesan demasiado para arrastrarlas. Uno no tiene que pensar: ¿Por qué ha llenado las cajas de piedras? Se supone que ha de pensar: ¿Cómo se pueden usar las cajas para coger los plátanos a pesar de que están llenas de piedras?
Uno empieza a entender cómo funciona la mente del hombre.
Sultán vacía las cajas de piedras, construye una torre con las cajas, se sube a la torre y descuelga los plátanos.
Mientras Sultán tiene pensamientos equivocados se muere de hambre. Pasa hambre y los retortijones de sus tripas son tan intensos y abrumadores que no le queda más remedio que tener el pensamiento correcto, es decir, cómo llegar hasta los plátanos. De esta manera se examinan los límites de la capacidad mental del chimpancé.
El hombre deja caer un manojo de plátanos a un metro de distancia de la jaula. Luego tira un palo dentro de la jaula. Un pensamiento incorrecto es: ¿Por qué ha dejado de colgar los plátanos del cable? Un pensamiento incorrecto (aunque sea el pensamiento incorrecto correcto) es: ¿Cómo se pueden usar las tres cajas para llegar a los plátanos? El pensamiento correcto es: ¿Cómo se puede usar el palo para llegar a los plátanos?
Y cada vez se obliga a Sultán a tener el pensamiento menos interesante. De la pureza de la especulación (¿Por qué se comportan así los hombres?) se lo empuja incansablemente a una razón instrumental inferior y práctica (¿Cómo se usa esto para coger aquello?) y por tanto a la aceptación de uno mismo básicamente como organismo con un apetito que necesita ser satisfecho. Aunque toda su historia, desde el momento en que mataron a su madre y lo capturaron a él, pasando por su viaje en jaula para ser encarcelado en esta isla que es un campo de prisioneros y para sufrir los juegos sádicos que llevan a cabo aquí con la comida, le lleva a hacerse preguntas sobre la justicia del universo y sobre el papel que ocupa esta colonia penal en el mismo, un régimen psicológico meticulosamente urdido lo aleja de la ética y la metafísica y lo lleva a los terrenos más humildes de la razón práctica. Y de alguna forma, mientras avanza lentamente por este laberinto de restricciones, manipulaciones y duplicidades, debe darse cuenta de que sobre todo no puede renunciar, porque sobre sus hombros recae la responsabilidad de representar a los simios. El destino de sus hermanos y hermanas puede depender de sus resultados”.
A ti Cesca, por ser sensible a ella.
Conmovedor. Gracias Francis por descubrirnos esta lectura.